El fin de mes llegó con una propuesta más que tentadora. Nada mejor que terminar un lunes en un barcito tomando una cerveza luego de una larga jornada. Bueno, cualquier día de la semana para mí es válido y no necesito de excusas para acercarme al bar más cercano y refrescar la garganta con una rubia de culo frío. Aunque conozco mis limitaciones. Sé perfectamente lo mal que me puede caer una gota de alcohol cuando llevo catorce horas despierto y mi única ingestión alimenticia fueron dos cafés por la tarde.
La estadía cervezera terminó antes de lo esperado. Sí, honestamente pensé que iba a salir de ese recinto arrastrándome en cuatro patas hasta la puerta. Pensé que iba a salir rogándole a cuanto colectivo se me ponga en frente que me lleve hasta mi casa sano y salvo. Pero no, no fue así. Incluso cuando estoy escribiendo estas líneas me siento algo risueño y con ganas de declararle mi amor incondicional a mi perro Roberto. Escuchar "With or without you" en las clases de antropología me pone meloso, entiendan.
Minutos después de despedir a mi coequiper facultativa, me encontraba un tanto desenvuelto y caminando las calles de Martinez con destino a la estación. Una vez llegado el tren me senté cuidadosamente en el primer asiento vacío y lo vi venir. Era el terror de quienes todavía gozamos de la buena música, la entonación adecuada y del silencio oportuno. Era el mismo que semanas atrás me insultó por no sacarme los auriculares para escucharlo mientras ladraba a destiempo una canción hermosa que se encargó de arruinar. Hasta sospecho que su autor volvió buscando venganza cual Patrick Swayze en Ghost y no descansará hasta verlo tres metros bajo tierra. El subte es una buena opción y tengo ganas de dejar de ser Whoopi Goldberg.
A todo esto, el católico de enfrente se jactaba de que esto no sucedía en épocas dictatoriales y rezaba con su rosario de madera. Linda combinación para esta hora de la noche y para lo mal que me pegaron tres tragos de cerveza.
El músico terminó sú horrible interpretación y se dispuso a recibir las colaboraciones de los viajantes de turno. Mal momento eligió, ya que JUSTO cuando se paró al lado mío yo estaba contando monedas para comprar cigarrillos al momento de descender. Se podrán imaginar la sorpresa del amigo y la posterior puteada cuando me vió guardar mi escaso capital dentro de la mochila: "¡Otra vez vos! Encima me hacés comer el amague, pendejo irrespetuoso". La carcajada no se hizo esperar y mientras me reía, esquivé un derechazo. Tuve ganas de que la Tierra me trague y de amputarle las uñas con las puertas del tren. O mejor, devolverle parte del sufrimiento infringido en mis oídos: ¡Denme un bajo desafinado y van a ver de lo que soy capaz!
El resto de los viajantes salió en mi defensa y obligaron al sujeto a bajarse. En un momento me sentí querido por una banda de desconocidos aunque rápidamente me di cuenta de que era una mala decisión. Yo también debía bajarme en Beccar y entre las risas y la poca cordura, no sabía como explicar que eso no iba a ser conveniente.