20 mayo 2010

Che...

¿Todo bien ustedes?

01 mayo 2010

Mar... con o sin Plata

Mar del Plata no se cansó de sorprenderme desde el primer momento.
Apenas comenzada la caminata matutina por la costa, con el pantalón arremangado hasta las rodillas y las olas mojándome las patas, divisé a dos señoras que por su atuendo serían divisadas a diez kilometros de distancia y en penumbras.
Una de ellas lucía un trajecito color turquesa con un cinturón de colores que le rodeaba por completo los resultados de una vida de buen comer. Se me acercó para pedirme un cigarrillo y apenas saqué mi mano para tenderle la pequeña barrita de tabaco, la tomó y empezó a jugar con las líneas de la palma. De ojos negros e impacientes, comenzó a hablarme e inmediatamente me cegué. No se trataba de un conjuro, de la sal en el aire marino o de algún miticismo de su presencia. Digamos que me encandiló hasta lo más profundo del cerebro con el reflejo del sol sobre sus dientes perfectamente revestidos en oro.
Me pidió dinero, y aunque en un primer momento ofrecí monedas, la dama insistió hasta dar con su cometido: saqué de la billetera dos pesos.
Me habló sobre las miserias humanas, sobre la traición de un amigo, y me pidió otro billete, esta vez de diez pesos, que formando una cruz con el anterior solucionarían mis problemas económicos. En vano fue ofrecer resistencia a la voluptuosa sexagenaria, que devenida en barrabrava, me presionó lo suficiente como para hacerme entender que no se trataba de un chiste.
La señora continuó su discurso un lapso de tiempo que no logro recordar y en simultáneo su acompañante auguraba mi éxito en terrenos carnales. Al momento de despedirse, me obligó a abrazarla con fingido cariño, besarle el cachete adiposo con amor adolescente y me dejó una suerte de ramita o yuyo que guardé con miedo.
Con doce pesos menos, sin cigarrillos, y el culo en las manos, subí a la rambla a chequear si alguna maldición me había hecho crecer un tercer ojo a la altura del codo, si me había convertido en señorita y estaba menstruando o si se me había agrandado, como por arte de magia, alguna parte interesante y útil de mi cuerpo.
Una vez realizado el relavamiento y de descubrir que todo estaba en orden, tomé aire tratando de calmarme, aunque seguía perturbado.
Ante la duda sobre qué hacer con el vegetal que descansaba dentro de mi bolsillo, opté por llamar a una persona que, por un pacto oscuro con el diablo a temprana edad, sabe de estas cosas.
El telefono sonó y rapidamente me atendió con su ton de voz de docente de escuela primaria. Le conté lo sucedido, acongojado, y me respondió con un contundente: "Sos un boludo, hijo mío". Viniendo de quien me tuvo nueve meses dentro de la panza, no me quedó otra que tomarlo como una verdad absoluta. La charla concluyó en menos de tres minutos y, perdido por perdido, me recomendó que el trocito verde cortado para la ocasión sea conservado donde me fue indicado y que, al momento de volver a Buenos Aires, sería sometido a examen.
Me voy al casino. Vamos a ver si funciona.