30 junio 2008

Other side of the world

El síndrome preparcialístico había llegado a su punto más alto la noche del martes. Era uno de esos instantes de estrógenos donde me convierto casi como por arte de magia en una mujer perdiendo tuco de hijos crudos por la entrepierna chivada: "Voy a dejar todo y me voy a abocar a los hábitos... al hábito de beber en demasía, de fumar ocho cartones por semana y al hábito de dormir hasta las tres de la tarde los días de semana. La vida de responsabilidades no es para mí". El tren no llegaba, los cigarrillos se consumían y el cielo mostraba su costado más cruento, vestido con nubes rosadas que pronosticaban que al día siguiente caerían Bernarditos Neustadt de punta. Mi paciencia y mi autoestima por la que se venía, por su puesto, jugaban un papel fundamental. Todo lo que quería era volver a casa, comer algo caliente, bañarme y, quizás, mirar algo de televisión antes de descansar para salir mañana a venderle mi fuerza de trabajo a la burguesía capitalista (Notése que estoy estudiando a Marx en dos materias simultáneamente). Pero no, claro que no. Como siempre, un giro mágico del destino haría que mi suerte cambiara de una vez y para siempre.
Ella se me acercó sin tapujos y preguntó si era yo aquel alumno de la UBA. Si era yo aquel que conocía "Al chico con el tatuaje acá", si sabía su nombre, su estado civil, su relación con el mundo y, por supuesto, su número de teléfono a fin de dárselo a la amiga que estaba interesada en mi compañero galán. Alabadas sean las mujeres que dan el primer paso. Alabadas sean las amigas de las mujeres que dan el primer paso.
Tomé las riendas del asunto, pedí el aparato comunicador inalámbrico a la interlocutora y me comuniqué con la interesada. Nunca habíamos cruzado más que un par de miradas, nunca un "Hola" o un "Que tal". Nada. Y ahora yo estaba entregándole con un moño a mi compañero de grupo. Grata fue mi sorpresa al evaluar las posibilidades de convertirme otra vez en una suerte de Roberto Galán urbano-estudiantil pero poco sé de cómo terminó esta historia.
Al día siguiente, otra vez en el mismo lugar subí al gigante animal enlatado y conmigo subió una florista con un canasto lleno de las más diversas flores que aportaban algo de color al ambiente gris que habita en los trenes a altas horas de la noche. Me coloqué los auriculares y me ubiqué en el furgón a la derecha de un grupito de jóvenes "bien" con mucha cara de "Soy de San Isidro, boló" que chusmeaban acerca de las futuras vacaciones en algún lugar recóndito de la tierra, ignorándo por completo que estábamos rodeados de gente que apenas tiene para comer. De repente se avecinó un muchacho. El individuo parecía un clon de algún cantante de cumbia villera. Vestía zapatillas costosas, pero carecía de algunas piezas dentales. Lucía ropa de marca deportiva y una gorra aunque fuera de noche y estuviéramos en un sitio cerrado. Miró a la chica bien, le tendió una flor y susurró: "Me llamo Maxi". La piba se puso de todos los colores y comenzó a rogarle por dentro al maquinista que llegara pronto a su estación de destino. Los demás ocupantos nos limitamos a mirar la situación, sonríendo por la inocencia de aquel jóven que, al menos por un par de estaciones, creyó en el amor a primera vista. Luego volvió unos metros más atrás, al fondo del vagón y se puteó con un par de amigos, pero eso ya no nos importaba.
En estos tiempos de mierda donde uno pareciera que sale a la calle para pelearse con el universo, con Karina Rabolini y con la puta que lo parió y donde a todos poco nos importa lo que pueda a llegar a sentir el otro, parece que esta vez es cierto lo que dijo el poeta que a diario toca el bandoneón en el ramal Retiro-Tigre: "Sólo el amor salvará al mundo".

14 junio 2008

Pegame (Y llamame "Sticker")

(No puedo dejar de negar que parte del motivo de este post fue motivado indirectamente por este otro post de esta señorita).

Yo apenas balbuceaba algunas palabras, aunque elegía hablar bien para ocasiones especiales, como la que voy a relatar a continuación.
Corría sin transpirar el caluroso mes de marzo del año 91, y pocas semanas habían pasado de mi segundo aniversario de ser vivo sobre la faz de esta tierra. Todavía recuerdo algunas cosas de aquella época, como el día que me quebré la clavícula por caerme de la cama marinera con tan solo tres años, o el momento en que le discutía al médico que el yeso que cubría mi espalda, mis dos hombros y mi cintura por completo no me lo iban a sacar, ya que yo lo había adoptado como mi mochila. También recuerdo sin querer engañarlos el reflejo del sol a las cinco de la tarde sobre una de las medianeras del parque, que anunciaba con alegría la hora en que mi mamá nos servía la leche a mí y a mis tres hermanas mayores.
Pero hay un hecho, unas de esas anécdotas divertidas que son recordadas y relatadas por algún integrante de la familia en cada Navidad o en cada cumpleaños. Con un poco de suerte, nadie la repite para Año Nuevo. Quizás para que sea perpetuada, quizás para garantizar que nadie la olvide y que puedan afirmar cosas como que soy maldito desde pequeño:
Un repentino ruido y un grito nos había sorprendido a mí mamá y a mí, que estábamos merendando en la cocina y mirando algún dibujito animado. El suspiro de dolor sordo provenía del final del corredor, apenas unos minutos después de que mi papá anunciara que iba a tomar una ducha reparadora después de muchas horas de arduo trabajo en el local de quesos y comestibles artesanales que poseía por aquel entonces.
Mi madre llegó corriendo agitada y abrió la puerta del baño, pensando quizás que iba a convertirse en viuda a los cuarenta años y con cuatro pequeños niños a quien debería críar sola. Yo pasé por debajo de su brazo extendido que aún se posaba en el picaporte y me introduje en el habitáculo, viendo quizás por última vez con vida a mi padre, quien apenas respiraba entre el susto y el golpe que le produjo la caída. Sin embargo,y para sorpresa de los dos espectadores, mi progenitor sólo se encontraba maldiciendo bajito, en pelotas enrollado con la cortina de la bañera y, tal vez, improvisando un exótico baile de caño pero acostado. Un espectáculo para toda la familia.
Cuenta la leyenda que me quité la mamadera de mi boca, y con perfecta claridad pregunté al mamut que yacía en el piso: "¿Te caizzzte, pelotudo?". Cuenta también la leyenda, que automáticamente huí de la escena del crimen verbal, y que mi mamá bajó ambas tapas del hinodoro para sentarse, cagándose de la risa.
Aparentemente a mi papá la pregunta le causó menos gracia que escuchar una partida de ajedréz por Radio Rivadavia, y no le tomó más de dos segundos decodificar mi inocente pregunta, levantarse del piso caliente como quien sale del subte a las diez de la mañana luego de haber propinado alguna que otra apoyadita.
Ya sus puteadas habían dejado de ser genéricas, al aire, sino que recaían directamente sobre mi tierna persona que luchaba por correr por el pasillo para no ser apresada y recibir, al menos, una felicitación por el oportunismo.
Mi papá se cayó ese día y pudo levantarse con mucha velocidad. Mi papá se cayó muchas veces y muchas más veces se levantó, algunas le tomaron más tiempo y en otras pudo levantarse solito, con todo el peso de la mochila encima. Y es un orgullo para mí que así sea, aunque en muchas oportunidades me cueste reconocerlo. Feliz Día, Gordo Motoneta. Te quiero.

01 junio 2008

Me verás caer

El trío volvía al Antonio Vespucio Aliberti después de diez años de ausencia, de separación, de rumores, de discos chotos y discos buenos. Atrás había quedado mi desolación por no ver al mito hacer su gracia en vivo y en directo, ya que la última vez que se los había visto juntos yo tenía ocho cortos años. Como la realización de un raro cuento de hadas donde en lugar de música clásica, manzanas envenenadas y hermanas siniestras, habría rock, drogas y putas. Bastante parecido ahora que lo pienso. Obviamente caro desde su anuncio, las localidades no tardaron en agotarse a manos de adolescentes fanáticas del cantante, de jóvenes ilusionados como yo, y por supuesto, de los seguidores habituales ya devenidos en gerontes.
Imposible como se creía, conseguí una entrada para el show menos de veinticuatro horas antes de la realización del mismo. No pregunten quien era el individuo, solamente era uno de esos contactos que más vale tenerlos de tu lado. Capaz de conseguir todo tipo de objetos en última instancia, capaz de darme una entrada para ver a Soda Stereo la noche anterior a que tocaran, capaz que el número de la entrada el 400, capaz de vendérmela más barata que el precio normal cuando la reventa era de seis o siete veces el valor original, capaz que si me descuidaba se iba corriendo con la plata o me metía un par de corchazos. Una vez realizada transacción, no tuve mejor idea de hacer uno de esos chistecitos que suelo hacer:-¿Y el ticket? -¿Cómo? -El ticket por la compra... -...
Le puse mi mejor carita de nene abandonado cuya madre en lugar de darle el pecho, le daba la espalda. En el aire se respiraba ese aroma gris de galletita de agua recién masticada, anunciando mi muerte bajo el paragolpes de un 60 de paso por la avenida que nos veía realizar esta práctica tan ilegal y tan común. Estreché mi mano con el sujeto y partí antes que este decidiera hacerme saber las cosas que le suceden a diario a los boludos. Las cosas que suceden a diario en la ciudad de la furia.