18 octubre 2012

Hablemus

Todavía no había cumplido los 18 y estaba en una entrevista de trabajo. El dueño de la empresa, que me recibió en su oficina, se dio cuenta muy rápido que no estaba capacitado para el puesto y poco le importaron mis conocimientos de francés o mi buen promedio en el secundario. No me acuerdo bien qué era lo que estaban pidiendo, pero todavía no había empezado el CBC, lo que me dejaba fuera de competencia. Lo raro no fue eso, sino que fue ese el preciso momento en el que comprendí que lo que me venía pasando desde chico iba a ser para siempre. No sé muy bien cómo, pero el hombre, en lugar de despacharme rápido, se quedó contándome de su reciente divorcio y que a su hijo, los días que este se quedaba a dormir en su casa, le dibujaba con mostaza el escudito de Boca sobre un paty. 
A lo largo de estos casi 24 años que llevo en el planeta Tierra escuché incontable cantidad de historias de gente que no conozco. Sobretodo, de personas de la calle. La esquina de Juan B Justo y Santa Fé, en Palermo, la tengo alquilada. La puerta de la pinturería fue escenario de muchas charlas con gente que vive en condiciones de mierda y que, con la excusa de pedirme un pucho, siempre terminan contándome cosas de su vida. Y yo las escucho. No por caridad, o para poder reproducírselas a mis amigos en los asados, sino porque en general me interesa saber lo que tienen para decir. Todo intercambio me parece no solo saludable sino, además, necesario. 
El domingo pasado mientras caminaba por mi barrio, un hombre que estaba cartoneando me pidió fuego. A los pocos minutos estábamos charlando como si nos conociésemos de toda la vida. Ahora sé que en el mundo existe un tal Diego, que tiene dos hijos, que se quedó sin padres y que la viene remando hace 30 años. Lo terminé ayudando a cargar en el carro un lavaropas que una familia bien de Olivos ya no usa. Para él significa vender las partes que todavía funcionan y llenar la olla. 
Las veces que hablé con amigos sobre este tema la respuesta fue contundente: "Es tu cara". Tengo una cara normal, así que esa opción quedó descartada. Hace un tiempo dejé de hacerme esa pregunta, pasó a un segundo plano. Hasta hoy.
Mi compañero de trabajo de India (cosas de la globalización) me contó que su padre lo obligó a casarse. Hablamos solo un par de veces y por temas estrictamente laborales, pero hoy hubo un quiebre. Todavía no sé por qué, pero sé que es feliz, de a ratos, y trata de ponerle la mejor voluntad a la relación, que se formalizó hace un año. Tanto él como su esposa estudian y trabajan, tienen un pequeño hogar y el problema es que ahora ambas familias exigen nietos. "Y es un tema, porque hacemos lo que podemos", me dice en un inglés igual de básico que el mío. 
Descartada la "Teoría de la cara", seguiré escuchando historias. Quizás encuentre, con el paso del tiempo, una respuesta más o menos lógica. "Capaz la respuesta no es una sola", me dijo mi papá. Habrá que averiguarlo.