Todos aquellos que me conocen -Y algunos que lean seguido este blog- saben de mis carencias, mis falencias y mis problemas mentales. En el top five de esta última categoría, uno de los items más importantes es mi terror y pánico a los ascensores. Todo se remonta al verano del año 94, en Uruguay. Mi familia y yo nos hospedábamos en un hotel cuando el inconveniente comenzó a manifestarse: con apenas casi 5 años me quedé encerrado SOLO entre dos pisos a bordo de un ascensor.
Aquella mañana de Febrero, me había levantado decidido a llegar a la planta baja en soledad, en un acto de rebeldía y de maduración a los límites impuestos por mis señores padres. Si mis hermanas mayores gozaban de absoluta libertad para ir a todos lados, yo como hombre de la familia también debería tenerla. Aproveché la ausencia de mi papá que estaba trabajando, mi mamá comprando pelotudeces en la calle Gorlero y mis hermanas, quién sabe donde.
La meta era fácil pero el camino, dificil. Debía subir al ataúd, presionar el botón que indicaba "PB" y aguardar por la teletransportación mágica. Pero, como siempre, Rosita, mi elefanta meadora oficial había hecho de las suyas. Quizás una falla en la electricidad, en las cuerdas o un error de mi parte durante el breve viajecito, hicieron que de buenas a primera, el ascensor se quedara encayada entre dos pisos, cual ballena en arenas de Las Toninas en pleno invierno. No puedo precisar cuanto tiempo transcurrió entre que eso sucedió y ya estaba afuera, pero seguro me pareció una eternidad.
La situación hasta este momento estaba más o menos solucionada ya que a menos de razones de fuerza mayor, me dediqué durante años a gambetear los ascensores con una gracia pocas veces vista y que más de uno me envidiaría. El problema resurgió cuando empezé a laburar acá.
Hace alrededor de dos meses que comenzé a trabajar en una multinacional cuyo edificio central es una conocida Torre del centro porteño y si bien mi lugar fijo no es allí, sino en Martinez, cada vez que tengo que ir es un suplicio para mi organismo. Claro está que si fueran pocos los pisos que tuviera que recorrer hasta llegar a mi locación, subiría por las escaleras, pero no. Mi estado físico dañado por el tabaquismo y el miedo a que Xuxa salga de atrás de una puerta de emergencia con un lanzallamas en la mano, hacen que deba conformarme con no morir dentro del aparato durante el recorrido: de Planta Baja al piso 20 de un tirón.
Supe que esto no iba a ser joda al descender del ataúd de hierro y poleas por primera vez, cuando mi cuerpo se sintió realmente mareado y sin fuerzas. Mi recién digerido almuerzo en Plaza San Martín, a orillas de la calle Florida se vió de repente con ganas de salir por los ojos, por los poros, la nariz y el ombligo al mismo tiempo, sin respetar ninguna lógica del aparato digestivo. La horrible sensación y desesperación solo era comparable con la de ver a Marcelo Polino desfilar como reina de la carroza del Carnaval de Villa Ojete, ciudad ilustre de los perrijos tartamudos. Pero todo tiene su fin, o al menos, un pequeño alivio. Si sabía que de acá a un indeterminado período de tiempo iba a seguir yendo, sin dudas debía tener que encontrarle la vuelta, era hora de buscar una solución.
Armado de coraje, fuerza, ímpetu y otros accesorios, me dispuse a surfear la ola de cables, pulsadores y pantallitas electrónicas. Metí mi osamenta en el cubículo oscuro al que nada más le faltaba Darth Vader cantando cuarteto y confesando ser mi padre. Me coloqué los auriculares con una canción de The Killers al mango, ya que cada vez que subía a bordo, sentía como si dos japonesitos enanos sentados sobre mis hombros me punzaran con gran empeño los tímpanos con la punta de la pija. (En mi defensa sobre este punto voy a decir que se debe a la diferencia de presión, ya que el ascensor recorre 20 pisos en menos de 30 segundos y no es culpa ni del miedito ni de los traumitas infantiles). También me dí cuenta que mientras el tema suena, es imprescindible intentar cantarlo mentalmente para provocar una auto distracción y si es posible, mover un poquito las cachas para que cuando el ascensor carreteara rápido y frenara de golpe, no sufrir tanto el impacto y las diferencias de velocidad. El experimento estaba comenzando a dar resultado.
Ahora la cara se me hincha menos cada vez que me bajo y ya casi que no tengo ganas de vomitar. Solamente me duele un poquito la cabeza y el cerebro me colea para un costado, pero no es nada grave que vaya a dejarme en peores condiciones de las que ya traigo de fábrica. Sé bien que parezco un autista con auriculares puestos adentro de un ascensor, y ni hablar de cuando me pongo a mover la cintura y las manos con mi gracia de babosa embarazada al son de "Don't you wanna come with me? (pampam!) don't you wanna feel my bones on your bones?...it's only natural!" Sé que me veo ridículo contando esto, pero hoy nada me importa: cobré, es viernes, terminé el CBC y empiezo la carrera.
"Felices Vacaciones, Chulian. Te las tenés merecidas".
25 julio 2008
23 julio 2008
Webón
Cuando tenés una compañera de la facu que es una masa.
Cuando su novio es un fenómeno.
Cuando estás por rendir finales.
Te llegan mails como estos...
Luego de una encuesta realizada entre 2 mujeres del sexo femino menores de edad, el INDEC saco a relucir el dato mas importante luego del "mi voto no es positivo", dejando de lado a la democracia que el pueblo ha elegido libremente y por convicción.
Este dato es de lo más importante, ya que toda madre Judía le interesa que el Aleman sea un tipo bueno.
Cuando su novio es un fenómeno.
Cuando estás por rendir finales.
Te llegan mails como estos...
Luego de una encuesta realizada entre 2 mujeres del sexo femino menores de edad, el INDEC saco a relucir el dato mas importante luego del "mi voto no es positivo", dejando de lado a la democracia que el pueblo ha elegido libremente y por convicción.

21 julio 2008
Esperando el milagro
Vos.
Si, vos.
Si sabés de alguien como tu mamá, papá, tutor, encargado, adulto responsable o vecino que posea un monoambiente por Zona Norte, o Capital Federal no muy lejos (Saavedra, Nuñez, ponele que Colegiales) y quiera ponerlo en alquiler proximamente avisame!
Solo tenes que enviarme un correito a kennymetoco@gmail.com o agregame al MSN y lo vemos.
MUCHAS GRACIAS
Si, vos.
Si sabés de alguien como tu mamá, papá, tutor, encargado, adulto responsable o vecino que posea un monoambiente por Zona Norte, o Capital Federal no muy lejos (Saavedra, Nuñez, ponele que Colegiales) y quiera ponerlo en alquiler proximamente avisame!
Solo tenes que enviarme un correito a kennymetoco@gmail.com o agregame al MSN y lo vemos.
MUCHAS GRACIAS
16 julio 2008
Meado
Despedí a Mariana en Cerrito y Corrientes a las cinco de la mañana del domingo. Todo lo que me quedaba por hacer sonaba muy fácil a simple vista: Debía caminar hasta Callao intentando no pegarme la cabeza contra nada ya que tenía la visual y la motricidad un tanto distorcionada por la ingesta alcohólica, esperar el 60, sentarme y procurar no vomitar ni decir alguna estupidez que me inculpara hasta llegar a casa.
La primer parte del trayecto a pie diría que fue casi memorable si no hubiera sido por la puta lluvia finita, molesta como el mosquito veraniego que hace ruido y no pica. En el camino por la Av. Corrientes, recibí dos o tres papelitos invitándome a conocer más de cerca a unas chicas que por un módico precio preometían hacer de todo. El individuo que las repartía tenía cara de que si no iba a Cocodrilo, le ponían media falta. Además tuve el tupé de cruzar bien en cada esquina distinguiendo los colores del semáforo, y evitando morir ebrio, atropellado y solo cual Judas para el dia del amigo.
Mojado y molesto, arribé a la parada para esperar la muerte. El 60 es básicamente como la muerte: si no lo tenés que tomar, pasan uno seguido atrás del otro, casi como gozándote y haciendo Pito Catalán. En cambio, en el preciso momento que se te ocurre usarlo, cuando más lo deseas, no llega ni en joda. Como la muerte misma.
Cuareta y cinco minutos más tarde llegó y no me demoró mucho apoyar mi masa encefálica contra la ventana, cerrar la boquita para no salivar, bajar el volumen del telefono para evitar ser despertado y procurarme una linda siestita de regreso a mi hogar. Pero no, claro que no. Hora y media después descubrí que lo peor todavía no terminaba y que si algo me sale mal, me sale mal en serio.
Mi reloj biológico no me había jugado una buena pasada y para cuando abrí los ojos, estábamos dirigiéndonos por una calle de mano única. Acá hago dos aclaraciones. La primera es que no recuerdo jamás haberme quedado dormido en un colectivo, o mejor dicho, haberme pasado. La segunda es el recorrido habitual del transporte: El 60 viene por Callao, después da un par de vueltas y toma Av. Las Heras, trepa por Santa Fe que luego cambia de nombre y se llama Cabildo, despúes cambia de nombre y es Maipú, cruza la calle Paraná (calle top que divide Martinez de La Lucila. Piensenlo "Para na'". Emana Glam) Vuelve a llamarse Santa Fe, cambia su nombre por Centenario, luego es Av. Presidente manquito Perdón, dobla, agarra Libertador y le pega derecho hasta Tigre. Yo debía bajarme en Centenario ¿Y qué creen? Amanecí donde Libertador estaba terminando.
Descendi como pude, mientras me daba la frente contra el vidrio de la puerta, ya que entre la confusión, la paja que caracteriza mi andar y el sueño, mis sentidos estaban completamente alterados, Casi sin pensarlo, retrocedí una cuadra hasta Av. Presidente manquito Perdón y me dispuse otra vez a esperar la muerte. Ya no era la primera vez en la noche que estaba en esta situación: era la segunda. No estaba en casa, estaba cagandome de frío esperando otra vez el bondi por haberme quedado dormido. Otro pequeño detalle aparte es que confundí un poste con una supuesta parada y, aunque extendí mi manito cual Nazi saludando al Riech, no quisieron frenar ninguno de los cuatro sesentas en fila india que por ahí pasaban. Caminé cien metros hasta el lugar indicado y nosecuantosminutosdespués pude emprender el eterno camino de regreso.
A esta altura del relato me sentí desdichado por un lado, y cagándome de risa por el otro. Porque si hay algo que aprendí es a reirme en situaciones de baja maldad como esta, como en otras muchísimo más graves. Solo espero que la recompensa por esto sea muy buena.
No obstante si alguno se cruza con el jefe de mi destino colectivístico pásenle un mensaje: Díganle de mi parte que renuncio, que se haga culear por un burro bicéfalo... o que se cope y me regale un auto.
La primer parte del trayecto a pie diría que fue casi memorable si no hubiera sido por la puta lluvia finita, molesta como el mosquito veraniego que hace ruido y no pica. En el camino por la Av. Corrientes, recibí dos o tres papelitos invitándome a conocer más de cerca a unas chicas que por un módico precio preometían hacer de todo. El individuo que las repartía tenía cara de que si no iba a Cocodrilo, le ponían media falta. Además tuve el tupé de cruzar bien en cada esquina distinguiendo los colores del semáforo, y evitando morir ebrio, atropellado y solo cual Judas para el dia del amigo.
Mojado y molesto, arribé a la parada para esperar la muerte. El 60 es básicamente como la muerte: si no lo tenés que tomar, pasan uno seguido atrás del otro, casi como gozándote y haciendo Pito Catalán. En cambio, en el preciso momento que se te ocurre usarlo, cuando más lo deseas, no llega ni en joda. Como la muerte misma.
Cuareta y cinco minutos más tarde llegó y no me demoró mucho apoyar mi masa encefálica contra la ventana, cerrar la boquita para no salivar, bajar el volumen del telefono para evitar ser despertado y procurarme una linda siestita de regreso a mi hogar. Pero no, claro que no. Hora y media después descubrí que lo peor todavía no terminaba y que si algo me sale mal, me sale mal en serio.
Mi reloj biológico no me había jugado una buena pasada y para cuando abrí los ojos, estábamos dirigiéndonos por una calle de mano única. Acá hago dos aclaraciones. La primera es que no recuerdo jamás haberme quedado dormido en un colectivo, o mejor dicho, haberme pasado. La segunda es el recorrido habitual del transporte: El 60 viene por Callao, después da un par de vueltas y toma Av. Las Heras, trepa por Santa Fe que luego cambia de nombre y se llama Cabildo, despúes cambia de nombre y es Maipú, cruza la calle Paraná (calle top que divide Martinez de La Lucila. Piensenlo "Para na'". Emana Glam) Vuelve a llamarse Santa Fe, cambia su nombre por Centenario, luego es Av. Presidente manquito Perdón, dobla, agarra Libertador y le pega derecho hasta Tigre. Yo debía bajarme en Centenario ¿Y qué creen? Amanecí donde Libertador estaba terminando.
Descendi como pude, mientras me daba la frente contra el vidrio de la puerta, ya que entre la confusión, la paja que caracteriza mi andar y el sueño, mis sentidos estaban completamente alterados, Casi sin pensarlo, retrocedí una cuadra hasta Av. Presidente manquito Perdón y me dispuse otra vez a esperar la muerte. Ya no era la primera vez en la noche que estaba en esta situación: era la segunda. No estaba en casa, estaba cagandome de frío esperando otra vez el bondi por haberme quedado dormido. Otro pequeño detalle aparte es que confundí un poste con una supuesta parada y, aunque extendí mi manito cual Nazi saludando al Riech, no quisieron frenar ninguno de los cuatro sesentas en fila india que por ahí pasaban. Caminé cien metros hasta el lugar indicado y nosecuantosminutosdespués pude emprender el eterno camino de regreso.
A esta altura del relato me sentí desdichado por un lado, y cagándome de risa por el otro. Porque si hay algo que aprendí es a reirme en situaciones de baja maldad como esta, como en otras muchísimo más graves. Solo espero que la recompensa por esto sea muy buena.
No obstante si alguno se cruza con el jefe de mi destino colectivístico pásenle un mensaje: Díganle de mi parte que renuncio, que se haga culear por un burro bicéfalo... o que se cope y me regale un auto.
30 junio 2008
Other side of the world
El síndrome preparcialístico había llegado a su punto más alto la noche del martes. Era uno de esos instantes de estrógenos donde me convierto casi como por arte de magia en una mujer perdiendo tuco de hijos crudos por la entrepierna chivada: "Voy a dejar todo y me voy a abocar a los hábitos... al hábito de beber en demasía, de fumar ocho cartones por semana y al hábito de dormir hasta las tres de la tarde los días de semana. La vida de responsabilidades no es para mí". El tren no llegaba, los cigarrillos se consumían y el cielo mostraba su costado más cruento, vestido con nubes rosadas que pronosticaban que al día siguiente caerían Bernarditos Neustadt de punta. Mi paciencia y mi autoestima por la que se venía, por su puesto, jugaban un papel fundamental. Todo lo que quería era volver a casa, comer algo caliente, bañarme y, quizás, mirar algo de televisión antes de descansar para salir mañana a venderle mi fuerza de trabajo a la burguesía capitalista (Notése que estoy estudiando a Marx en dos materias simultáneamente). Pero no, claro que no. Como siempre, un giro mágico del destino haría que mi suerte cambiara de una vez y para siempre.
Ella se me acercó sin tapujos y preguntó si era yo aquel alumno de la UBA. Si era yo aquel que conocía "Al chico con el tatuaje acá", si sabía su nombre, su estado civil, su relación con el mundo y, por supuesto, su número de teléfono a fin de dárselo a la amiga que estaba interesada en mi compañero galán. Alabadas sean las mujeres que dan el primer paso. Alabadas sean las amigas de las mujeres que dan el primer paso.
Tomé las riendas del asunto, pedí el aparato comunicador inalámbrico a la interlocutora y me comuniqué con la interesada. Nunca habíamos cruzado más que un par de miradas, nunca un "Hola" o un "Que tal". Nada. Y ahora yo estaba entregándole con un moño a mi compañero de grupo. Grata fue mi sorpresa al evaluar las posibilidades de convertirme otra vez en una suerte de Roberto Galán urbano-estudiantil pero poco sé de cómo terminó esta historia.
Al día siguiente, otra vez en el mismo lugar subí al gigante animal enlatado y conmigo subió una florista con un canasto lleno de las más diversas flores que aportaban algo de color al ambiente gris que habita en los trenes a altas horas de la noche. Me coloqué los auriculares y me ubiqué en el furgón a la derecha de un grupito de jóvenes "bien" con mucha cara de "Soy de San Isidro, boló" que chusmeaban acerca de las futuras vacaciones en algún lugar recóndito de la tierra, ignorándo por completo que estábamos rodeados de gente que apenas tiene para comer. De repente se avecinó un muchacho. El individuo parecía un clon de algún cantante de cumbia villera. Vestía zapatillas costosas, pero carecía de algunas piezas dentales. Lucía ropa de marca deportiva y una gorra aunque fuera de noche y estuviéramos en un sitio cerrado. Miró a la chica bien, le tendió una flor y susurró: "Me llamo Maxi". La piba se puso de todos los colores y comenzó a rogarle por dentro al maquinista que llegara pronto a su estación de destino. Los demás ocupantos nos limitamos a mirar la situación, sonríendo por la inocencia de aquel jóven que, al menos por un par de estaciones, creyó en el amor a primera vista. Luego volvió unos metros más atrás, al fondo del vagón y se puteó con un par de amigos, pero eso ya no nos importaba.
En estos tiempos de mierda donde uno pareciera que sale a la calle para pelearse con el universo, con Karina Rabolini y con la puta que lo parió y donde a todos poco nos importa lo que pueda a llegar a sentir el otro, parece que esta vez es cierto lo que dijo el poeta que a diario toca el bandoneón en el ramal Retiro-Tigre: "Sólo el amor salvará al mundo".
Ella se me acercó sin tapujos y preguntó si era yo aquel alumno de la UBA. Si era yo aquel que conocía "Al chico con el tatuaje acá", si sabía su nombre, su estado civil, su relación con el mundo y, por supuesto, su número de teléfono a fin de dárselo a la amiga que estaba interesada en mi compañero galán. Alabadas sean las mujeres que dan el primer paso. Alabadas sean las amigas de las mujeres que dan el primer paso.
Tomé las riendas del asunto, pedí el aparato comunicador inalámbrico a la interlocutora y me comuniqué con la interesada. Nunca habíamos cruzado más que un par de miradas, nunca un "Hola" o un "Que tal". Nada. Y ahora yo estaba entregándole con un moño a mi compañero de grupo. Grata fue mi sorpresa al evaluar las posibilidades de convertirme otra vez en una suerte de Roberto Galán urbano-estudiantil pero poco sé de cómo terminó esta historia.
Al día siguiente, otra vez en el mismo lugar subí al gigante animal enlatado y conmigo subió una florista con un canasto lleno de las más diversas flores que aportaban algo de color al ambiente gris que habita en los trenes a altas horas de la noche. Me coloqué los auriculares y me ubiqué en el furgón a la derecha de un grupito de jóvenes "bien" con mucha cara de "Soy de San Isidro, boló" que chusmeaban acerca de las futuras vacaciones en algún lugar recóndito de la tierra, ignorándo por completo que estábamos rodeados de gente que apenas tiene para comer. De repente se avecinó un muchacho. El individuo parecía un clon de algún cantante de cumbia villera. Vestía zapatillas costosas, pero carecía de algunas piezas dentales. Lucía ropa de marca deportiva y una gorra aunque fuera de noche y estuviéramos en un sitio cerrado. Miró a la chica bien, le tendió una flor y susurró: "Me llamo Maxi". La piba se puso de todos los colores y comenzó a rogarle por dentro al maquinista que llegara pronto a su estación de destino. Los demás ocupantos nos limitamos a mirar la situación, sonríendo por la inocencia de aquel jóven que, al menos por un par de estaciones, creyó en el amor a primera vista. Luego volvió unos metros más atrás, al fondo del vagón y se puteó con un par de amigos, pero eso ya no nos importaba.
En estos tiempos de mierda donde uno pareciera que sale a la calle para pelearse con el universo, con Karina Rabolini y con la puta que lo parió y donde a todos poco nos importa lo que pueda a llegar a sentir el otro, parece que esta vez es cierto lo que dijo el poeta que a diario toca el bandoneón en el ramal Retiro-Tigre: "Sólo el amor salvará al mundo".
14 junio 2008
Pegame (Y llamame "Sticker")
(No puedo dejar de negar que parte del motivo de este post fue motivado indirectamente por este otro post de esta señorita).
Yo apenas balbuceaba algunas palabras, aunque elegía hablar bien para ocasiones especiales, como la que voy a relatar a continuación.
Corría sin transpirar el caluroso mes de marzo del año 91, y pocas semanas habían pasado de mi segundo aniversario de ser vivo sobre la faz de esta tierra. Todavía recuerdo algunas cosas de aquella época, como el día que me quebré la clavícula por caerme de la cama marinera con tan solo tres años, o el momento en que le discutía al médico que el yeso que cubría mi espalda, mis dos hombros y mi cintura por completo no me lo iban a sacar, ya que yo lo había adoptado como mi mochila. También recuerdo sin querer engañarlos el reflejo del sol a las cinco de la tarde sobre una de las medianeras del parque, que anunciaba con alegría la hora en que mi mamá nos servía la leche a mí y a mis tres hermanas mayores.
Pero hay un hecho, unas de esas anécdotas divertidas que son recordadas y relatadas por algún integrante de la familia en cada Navidad o en cada cumpleaños. Con un poco de suerte, nadie la repite para Año Nuevo. Quizás para que sea perpetuada, quizás para garantizar que nadie la olvide y que puedan afirmar cosas como que soy maldito desde pequeño:
Un repentino ruido y un grito nos había sorprendido a mí mamá y a mí, que estábamos merendando en la cocina y mirando algún dibujito animado. El suspiro de dolor sordo provenía del final del corredor, apenas unos minutos después de que mi papá anunciara que iba a tomar una ducha reparadora después de muchas horas de arduo trabajo en el local de quesos y comestibles artesanales que poseía por aquel entonces.
Mi madre llegó corriendo agitada y abrió la puerta del baño, pensando quizás que iba a convertirse en viuda a los cuarenta años y con cuatro pequeños niños a quien debería críar sola. Yo pasé por debajo de su brazo extendido que aún se posaba en el picaporte y me introduje en el habitáculo, viendo quizás por última vez con vida a mi padre, quien apenas respiraba entre el susto y el golpe que le produjo la caída. Sin embargo,y para sorpresa de los dos espectadores, mi progenitor sólo se encontraba maldiciendo bajito, en pelotas enrollado con la cortina de la bañera y, tal vez, improvisando un exótico baile de caño pero acostado. Un espectáculo para toda la familia.
Cuenta la leyenda que me quité la mamadera de mi boca, y con perfecta claridad pregunté al mamut que yacía en el piso: "¿Te caizzzte, pelotudo?". Cuenta también la leyenda, que automáticamente huí de la escena del crimen verbal, y que mi mamá bajó ambas tapas del hinodoro para sentarse, cagándose de la risa.
Aparentemente a mi papá la pregunta le causó menos gracia que escuchar una partida de ajedréz por Radio Rivadavia, y no le tomó más de dos segundos decodificar mi inocente pregunta, levantarse del piso caliente como quien sale del subte a las diez de la mañana luego de haber propinado alguna que otra apoyadita.
Ya sus puteadas habían dejado de ser genéricas, al aire, sino que recaían directamente sobre mi tierna persona que luchaba por correr por el pasillo para no ser apresada y recibir, al menos, una felicitación por el oportunismo.
Mi papá se cayó ese día y pudo levantarse con mucha velocidad. Mi papá se cayó muchas veces y muchas más veces se levantó, algunas le tomaron más tiempo y en otras pudo levantarse solito, con todo el peso de la mochila encima. Y es un orgullo para mí que así sea, aunque en muchas oportunidades me cueste reconocerlo. Feliz Día, Gordo Motoneta. Te quiero.
Yo apenas balbuceaba algunas palabras, aunque elegía hablar bien para ocasiones especiales, como la que voy a relatar a continuación.
Corría sin transpirar el caluroso mes de marzo del año 91, y pocas semanas habían pasado de mi segundo aniversario de ser vivo sobre la faz de esta tierra. Todavía recuerdo algunas cosas de aquella época, como el día que me quebré la clavícula por caerme de la cama marinera con tan solo tres años, o el momento en que le discutía al médico que el yeso que cubría mi espalda, mis dos hombros y mi cintura por completo no me lo iban a sacar, ya que yo lo había adoptado como mi mochila. También recuerdo sin querer engañarlos el reflejo del sol a las cinco de la tarde sobre una de las medianeras del parque, que anunciaba con alegría la hora en que mi mamá nos servía la leche a mí y a mis tres hermanas mayores.
Pero hay un hecho, unas de esas anécdotas divertidas que son recordadas y relatadas por algún integrante de la familia en cada Navidad o en cada cumpleaños. Con un poco de suerte, nadie la repite para Año Nuevo. Quizás para que sea perpetuada, quizás para garantizar que nadie la olvide y que puedan afirmar cosas como que soy maldito desde pequeño:
Un repentino ruido y un grito nos había sorprendido a mí mamá y a mí, que estábamos merendando en la cocina y mirando algún dibujito animado. El suspiro de dolor sordo provenía del final del corredor, apenas unos minutos después de que mi papá anunciara que iba a tomar una ducha reparadora después de muchas horas de arduo trabajo en el local de quesos y comestibles artesanales que poseía por aquel entonces.
Mi madre llegó corriendo agitada y abrió la puerta del baño, pensando quizás que iba a convertirse en viuda a los cuarenta años y con cuatro pequeños niños a quien debería críar sola. Yo pasé por debajo de su brazo extendido que aún se posaba en el picaporte y me introduje en el habitáculo, viendo quizás por última vez con vida a mi padre, quien apenas respiraba entre el susto y el golpe que le produjo la caída. Sin embargo,y para sorpresa de los dos espectadores, mi progenitor sólo se encontraba maldiciendo bajito, en pelotas enrollado con la cortina de la bañera y, tal vez, improvisando un exótico baile de caño pero acostado. Un espectáculo para toda la familia.
Cuenta la leyenda que me quité la mamadera de mi boca, y con perfecta claridad pregunté al mamut que yacía en el piso: "¿Te caizzzte, pelotudo?". Cuenta también la leyenda, que automáticamente huí de la escena del crimen verbal, y que mi mamá bajó ambas tapas del hinodoro para sentarse, cagándose de la risa.
Aparentemente a mi papá la pregunta le causó menos gracia que escuchar una partida de ajedréz por Radio Rivadavia, y no le tomó más de dos segundos decodificar mi inocente pregunta, levantarse del piso caliente como quien sale del subte a las diez de la mañana luego de haber propinado alguna que otra apoyadita.
Ya sus puteadas habían dejado de ser genéricas, al aire, sino que recaían directamente sobre mi tierna persona que luchaba por correr por el pasillo para no ser apresada y recibir, al menos, una felicitación por el oportunismo.
Mi papá se cayó ese día y pudo levantarse con mucha velocidad. Mi papá se cayó muchas veces y muchas más veces se levantó, algunas le tomaron más tiempo y en otras pudo levantarse solito, con todo el peso de la mochila encima. Y es un orgullo para mí que así sea, aunque en muchas oportunidades me cueste reconocerlo. Feliz Día, Gordo Motoneta. Te quiero.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)